LA FILOSOFÍA DEL DERECHO PENAL DE “HARRY EL SUCIO”
(Luigi Ferrajoli contra el inspector Callahan)
NOTA DEL EDITOR:
Es un verdadero privilegio poder contar en este blog con la gran figura y los grandes trabajos de Benjamín Rivaya, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Oviedo, generoso y muy querido amigo. El artículo ya ha sido publicado en la revista Almanaque nº 11 del Foro Jovellanos del Principado de Asturias; además de buenísimo, coincide con la última película de el director vivo más longevo que es Clint Eastwood con su estupendo film “EL JURADO NUMERO DOS”. Espero lo disfrutéis como yo.
1. La pentalogía de Harry el sucio
Probablemente el origen de Derecho y Cine, Law and Film, se encuentre en la experiencia de algunos juristas, casi siempre profesores, al darse cuenta, a menudo al ver alguna película, de que el cine puede ser un instrumento idóneo para la enseñanza del Derecho, siendo este carácter didáctico jurídico del cinematógrafo lo que primero salta a la vista. Por más que no todos los juristas la sientan, la experiencia es universal (se ha producido en muy alejadas partes del mundo) y no depende de que otros la hayan tenido antes, pues experimentos de Derecho y cine han surgido de forma independiente en muy diversos países y continentes. Las películas de las que voy a tratar a continuación son un excelente ejemplo de las posibilidades pedagógicas de Derecho y cine, y uno se puede imaginar a Luigi Ferrajoli contando qué es el garantismo o a Günther Jakobs explicando en qué consiste el Derecho penal del enemigo, tras el visionado de Harry el sucio. Pero, como veremos, estas películas también impresionan porque se adelantan décadas al planteamiento de algunas cuestiones jurídico penales que hoy tienen especial importancia.
Interpretado por Clint Eastwood, el personaje de Harry, apodado el Sucio, y ya se puede imaginar por qué, porque no tiene ningún reparo a la hora de perseguir a los delincuentes; el personaje de Harry, el inspector Callahan, un agente de las fuerzas de seguridad de San Francisco, es el arquetipo de policía expeditivo y duro, por no decir implacable, que habitualmente se mueve en la fina línea que separa la legalidad de la ilegalidad, cumpliéndola a veces, incumpliéndola otras, en ocasiones de manera flagrante y muy grave/1. Ese personaje es el que da nombre también a una serie de cinco películas que protagoniza, películas que en España se titularon (traicionando a veces el original): Harry el sucio, Harry el fuerte, Harry el ejecutor, Impacto súbito y La lista negra. Los relatos de la pentalogía de Harry el sucio son thrillers criminales de acción trepidante en los que no hay tiempo para la reflexión, impactado como está el espectador por los delitos brutales que se cometen y la no menos brutal respuesta del inspector Callahan. En la segunda entrega, Harry será definido por un superior como “juez, jurado y verdugo”, lo que deja claro su carácter justiciero. Sin ninguna concesión a la estética, parece que esta filmografía asume una concepción realista, no demasiado bella, de la vida social, pendiente siempre de que algún malvado la dañe. En cuanto a la estructura de todos los filmes es la misma: una trama criminal central y otras, también criminales, secundarias o accesorias, resolviéndose todas ellas por medio de la violencia.
1/ No extraña que se pensara en John Wayne para interpretar el papel de Harry Callahan, pero lo rechazó “por considerarla negativo para su imagen”; Fernandez Valentí 2017: 18. Desde luego, el personaje tiene un marcado carácter ambivalente: Fernández Valentí 2017: 133.
Cada una de las cinco películas plantea alguna cuestión interesante desde la perspectiva de la filosofía del Derecho penal: Harry el sucio plantea sobre todo el interrogante sobre la legitimidad de la tortura; Harry el fuerte muestra el carácter tendencial del garantismo; Harry el ejecutor trata del terrorismo y, entre otras cosas, del caso de la bomba de relojería; Impacto súbito versa sobre la legitimidad de la autotutela, de la venganza. En La lista negra no aparece una cuestión específica como en las otras pero se presenta de manera especialmente clara la crítica a la legalidad que todas comparten, cuando un psiquiatra afirme que no puede retener a un enfermo mental peligroso más de setenta y dos horas, porque así lo establece la ley. “Lo siento, en este caso el sistema ha fallado”, dirá acto seguido al referirse a la autoría de ciertos crímenes. En todas ellas se contiene una crítica a esa teoría jurídica que se denomina garantismo y una defensa de la filosofía de doctrinas como la del Derecho penal del enemigo. Para exponer unas u otras filosofías penales, por activa o por pasiva, el cine de Harry el sucio es una herramienta idónea que propicia la reflexión más allá del pensamiento académico, aunque éste también se puede beneficiar de sus posibilidades.
Como ya dije hace tiempo (2012: 156-160), esta serie y, sobre todo, la primera entrega son el mejor ejemplo del cine de la venganza, un cine crítico con los derechos humanos en el que se muestra el repudio de éstos por medio de una historia en la que quien comete un crimen repugnante, un crimen sexual contra un niño por ejemplo, se beneficia de derechos que obviamente él no ha respetado, burlándose así de ellos, hasta el punto incluso de no poder ser condenado aun conociéndose su culpabilidad. Cuando el inspector Callahan detiene a Scorpio, un monstruoso criminal que tiene secuestrada a una niña, lo primero que dirá éste es que tiene derecho a un abogado, lo que el espectador no puede dejar de sentir como una burla sangrante.
2. Sobre Harry el sucio y la legitimidad de la tortura: la tortura de rescate
En Frankfurt, en 2002, Magnus Gäfgen, estudiante de Derecho, secuestró a un niño, Jakob von Metzler, hijo de una acaudalada familia, con el propósito de obtener un rescate con el que hacer frente a los gastos del elevado nivel de vida al que se había acostumbrado. Resultó que Gäfgen fue detenido sin haber sido liberado o rescatado el niño, y se negó a declarar dónde se encontraba, pese a los ruegos de los policías, que trataron de convencerle de que lo confesara. Así las cosas y temiendo por la vida del secuestrado, un jefe de policía ordenó a sus inferiores que amenazaran al detenido con el uso de la fuerza física y, caso de que no diera resultado, que la aplicaran efectivamente, es decir, que lo torturaran hasta que declarara la verdad. Ante semejante posibilidad, el detenido confesó dónde se hallaba el cadáver del niño, pues lo había asfixiado el mismo día en que lo secuestró.
El caso von Metzler (también llamado caso Daschner, en atención al policía protagonista) se parece mucho, incluso es idéntico en lo esencial al suceso principal de Harry, el sucio/2, cuando el ya citado Scorpio secuestra a una adolescente de 14 años, la encierra en un zulo en el que tendrá aire durante unas horas, plazo que habrá para pagar el rescate si se quiere encontrarla con vida, por tanto. Cuando, tras herirle de un disparo, el inspector Callahan detenga al delincuente, le preguntará por el paradero de la chica, a lo que Scorpio, el repugnante criminal, no responderá, lo que provocará que Harry le agreda. Haciendo uso de la elipsis, en la siguiente escena dos sanitarios extraen de un agujero el cadáver de la que casi era una niña, dándosenos a entender que el policía torturó al secuestrador hasta conseguir que le dijera dónde la tenía escondida, pero siendo por desgracia tarde para encontrarla con vida. Cuando luego el superior cite al policía se nos confirmará la información, pues le reprocha que torturara al sospechoso. El inspector Callahan no sabía que la chica ya estaba muerta; suponemos que creía que aún estaba viva. Harry el sucio, por tanto, plantea un problema jurídico político que décadas más tarde, a partir de un caso real, no cinematográfico, se va a discutir con pasión. ¿Actuó correctamente el inspector o cometió un delito al torturar o someter a tratos inhumanos a Scorpio? También en este punto se parecen el caso cinematográfico y el real porque en la posterior conversación entre el fiscal del distrito y el inspector está presente un magistrado y profesor de Derecho constitucional, y cuando aquél le pregunte si actuó correctamente su subordinado, el juez le contestará que, aunque la practicara para evitar la muerte de la niña, es responsable de un delito de tortura y no se le puede eximir de la culpa, por más que quede atenuada.
2/ El otro caso, éste hipotético, que sirvió para legitimar la tortura fue el de la bomba de relojería (“ticking time bomb scenario”), que también estaba apuntado en esta serie, en Harry el ejecutor, de 1976.
En el suceso von Metzler, la fiscalía abrió diligencias contra el jefe de policía que dio la orden de amenazar y, llegado el caso, torturar al detenido, y contra el agente que la cumplió, condenando el tribunal competente a ambos, pues tampoco había causa que les eximiera de responsabilidad –dijo- aunque, por supuesto, ésta estuviera atenuada. La sentencia trajo consigo el inicio de un amplio debate sobre la tortura en Alemania, tanto en los medios comunes de comunicación como en los más específicos de la doctrina jurídica, quebrándose así el tabú que en torno a la tortura existía, sobre todo en Alemania, precisamente. Por supuesto no se discutió del uso ordinario de la tortura sino de un uso hiper-extraordinario, absolutamente excepcional, que algunos justificaron: no se trataría “ni mucho menos de introducir la tortura como una medida rutinaria de investigación, sino más bien de poner en manos del Estado una última arma para combatir el crimen, la cual debería aplicarse únicamente en casos excepcionales y cuando se hubiesen agotado la totalidad de los otros medios disponibles, para con ello garantizar el bienestar de la ciudadanía”, vendrían a decir los partidarios, mientras que los detractores afirmaron que la situación extrema que había dado lugar a que algunos la justificaran “mostraba con toda su dureza que las libertades públicas tienen un precio que debe pagarse. En caso contrario se abriría un campo de actuación fecundo para un Estado policial autoritario, el cual únicamente se atendría al marco legal vigente siempre y cuando no se encontrase en una situación incómoda. En consecuencia para este sector doctrinal –mayoritario- debía excluirse de forma categórica la justificación siquiera puntual de la tortura” (Cano Paños 2017: 69-71).
Efectivamente, en relación a la tortura subsisten dos posturas: o se considera que no se debe practicar en absoluto, nunca, bajo ningún concepto, o se afirma que la proscripción de la tortura no es absoluta y que, en algunos casos, puede utilizarse legítimamente. Mientras que, con unos u otros argumentos, los partidarios de la primera tesis están de acuerdo en que no se debe torturar nunca; los partidarios de la segunda pueden estar en desacuerdo en cuanto a las ocasiones, habitualmente excepcionales, en que se pueda torturar. La polémica no es igual pero recuerda la que existe entre partidarios y detractores de la pena de muerte: unos afirman que la prohibición es/ ha de ser absoluta; otros afirman que en algunas ocasiones, entiendo que siempre tasadas y muy limitadas, cabe aplicar la pena de muerte. El (completo) abolicionista sería partidario de que, llegado el caso, Hitler o Stalin no fueran condenados a muerte ni ejecutados.
Como fundamento de la tesis de la proscripción absoluta de la tortura baste citar el libro de La Torre y Costerbosa, para quienes el solo hecho de pensar o debatir sobre la legalidad o la moralidad de la tortura produce vergüenza y repugnancia. La tortura sería lo “moralmente impensable”, lo “discursivamente imposible” (2018: 130-131). En cuanto a los argumentos clásicos contra la tortura, que sin duda siguen valiendo, apelan a su inutilidad, su irracionalidad, el ser causante de inseguridad social y, por muy diversas razones, su injusticia (2018: 77-105). Efectivamente fue inútil que el inspector Callahan torturara a Scorpio porque su víctima ya había muerto, pero si hubiera estado viva, aunque a punto de morir asfixiada, ¿habría sido inútil? En este caso, aun de forma mediata, la tortura podría haber sido eficaz.
Como fundamento de la opción contraria, que afirma que la tortura puede estar moralmente justificada en algún caso, parece razonable la tesis de García Amado, que sea lo que fuere se declara partidario de que “la prohibición jurídica de la tortura siga siendo total y plena” (2016: 34). Así todo, por sintetizar con un ejemplo su postura, valga lo que dice cuando compara “la tortura que un Hitler inflige a un judío para que le diga dónde se esconden sus niños, a fin de llevarlos a la cámara de gas” con “la que un judío inflige a un Hitler para que le diga dónde está la cámara de gas, a fin de poder volarla y salvar a sus niños y a otros niños judíos” (2016: 28). No sólo la diferencia es patente sino que en el último caso la tortura estaría moralmente justificada. Si se puede trasladar al crimen de Harry el sucio este argumento, entonces el inspector habría actuado de forma moralmente correcta, aunque fuera castigado jurídicamente, lo que podría solucionarse por medio del indulto.
Realmente los supuestos en que podría plantearse si la tortura está justificada son excepcionales, improbables, pero no dejan de existir; es la llamada tortura de rescate o tortura de salvamento. Aunque la doctrina no reparó en la cuestión hasta mucho después, el problema moral, jurídico y político ya lo había planteado Harry el sucio en 1971. Por supuesto, ahora no estamos ante un caso fácil, ni siquiera ante uno difícil, sino dificilísimo, ante un caso trágico, es decir, que no se puede “encontrar ninguna solución (jurídica) que no sacrifique algún elemento esencial de un valor considerado como fundamental desde el punto de vista jurídico y/o moral” (Atienza 1991: 252). ¿Qué hacer? ¿Debió o no debió Harry torturar a Scorpio? El mismo Atienza ofrece una solución, “optar por el mal menor” (1997: 263).
3. Sobre Harry el sucio y su crítica al garantismo: la respuesta de Luigi Ferrajoli
Las cinco películas de las que estamos tratando encierran una filosofía que, utilizando el exitoso neologismo, podríamos llamar anti-garantista. Pero para saber cuál es ésta, hay que exponer antes qué es el garantismo.
El nuevo término surgió en Italia, en la década de los setenta, los años de plomo, como reacción a una situación de emergencia, para referirse a las garantías penales y procesales reivindicadas por el pensamiento liberal clásico, en relación a “la tutela del derecho a la vida, a la integridad y a la libertad personales, frente a ese ´terrible poder´ que es el poder punitivo”. Pero la palabra extendió su significado a la protección de otros derechos, de tal forma que hoy podría hablarse, como hace Ferrajoli, el principal representante de esta tendencia, de garantismo patrimonial, garantismo liberal, garantismo social y garantismo internacional, según que se refiera a la propiedad y los derechos patrimoniales, a los derechos de libertad, a los derechos sociales o a los derechos humanos reconocidos en declaraciones y tratados. Dicho de forma sucinta, para el garantista el Derecho es/ debe ser la garantía de los derechos humanos. El garantismo entonces es un modelo (Prieto Sanchís 2011: 42) y, por tanto, “irrealizable en su plenitud ideal”, es cierto; pero también es un criterio de enjuiciamiento de la realidad, de crítica de la distancia que media entre ésta y aquél, el ideal (Andrés Ibáñez 2005: 68).
En el presente, garantismo significa –dice Ferrajoli- Estado constitucional de Derecho, en el que los derechos humanos se encuentran constitucionalizados y, por tanto, rígidamente protegidos (2008: 61-62). El Estado de Derecho es la respuesta que el pensamiento moderno ofrece al grave problema del poder salvaje y arbitrario, que tiende al abuso y se rige por la ley del más fuerte. El Estado de Derecho se enfrenta, evidentemente, al que podemos llamar Estado de no Derecho, a los poderes salvajes e irrestrictos, a la ley del más fuerte, estableciendo límites y embridando el poder desenfrenado por medio de la técnica de las garantías, ya sean penales, procesales, laborales, civiles, etc. Los poderes salvajes son “poderes privados ilegales o criminales”, pero también “poderes públicos ilegales o criminales que se desarrollan dentro de las instituciones”, a la vez que “poderes privados de tipo extralegal”, como algunos poderes económicos, y poderes públicos también extralegales. En cuanto a la segunda clase de poderes salvajes, que es la que más nos interesa ahora, constituyen un infraestado clandestino enfrentado a la democracia y los derechos humanos. Las garantías que nos incumben, por tanto, cuando queremos dar una interpretación del personaje de Clint Eastwood, son las penales y procesales/3, establecidas “en tutela de los imputados contra la arbitrariedad policial y judicial” (Ferrajoli 2000: 120-145).
3/ Lo que no quiere decir que se puedan identificar “garantías” y “garantías penales y procesales”, pues semejante identificación dejaría plena libertad al poder político y al económico, que seguirían siendo, por tanto, poderes salvajes. El Estado constitucional de Derecho no sólo limita al poder judicial sino también a los otros poderes, tanto estatales como extra-estatales (Ferrajoli 2000: 142-143).
Pues bien, Harry el sucio representa justo lo contrario del garantismo. Una escena que se repite en las películas de la serie es la del enfrentamiento del inspector con un grupo delincuentes, bien porque trata de liquidarlo, bien porque el policía se encuentra de repente con que se está cometiendo un atraco e interviene para evitarlo. Tras matar a varios de los criminales en la refriega correspondiente, en la que también el protagonista expone su vida, éste acabará matando por la espalda a alguno de los antagonistas que ya trata de huir. Si la obligación de las fuerzas de seguridad es hacer el menor uso de la violencia, sólo en caso de necesidad, resulta obvio que aquí hace uso de ella sin resultar imprescindible. No se trata de cualquier uso, además, sino que con él se priva de la vida a una persona, aunque sea un delincuente, en una especie de reintroducción de una pena de muerte más que sumarísima.
Otra cuestión que muestra a las claras el anti-garantismo que inspira al policía es la probatoria, la de la obtención de las pruebas. Harris está persuadido y defiende que las pruebas se pueden obtener de cualquier manera. Como el espectador sabe a ciencia cierta quién es el peligrosísimo y repugnante delincuente, cuando resulta que luego no se le puede condenar por resultar ilícitas las pruebas aportadas, el público siente que se está cometiendo una injusticia fragrante, que una vez más las garantías juegan a favor de los criminales, no de las víctimas. En Harry el sucio, Callahan detiene al repugnante Scorpio, que ha cometido gravísimos y sangrientos crímenes, pero el fiscal del distrito lo dejará libre porque (sin entrar a discutir la coherencia del relato) la prueba fundamental, un arma que se encontró en la casa del sospechoso, se obtuvo de manera ilegal: el registro se llevó a cabo sin una orden judicial y, por tanto, todo lo obtenido en el mismo es jurídicamente inutilizable para demostrar la culpabilidad del perjudicado por esas pruebas. Cuando el fiscal diga que deja en libertad al sospechoso porque no hay pruebas, se producirá el siguiente diálogo en el que, otra vez, se manifiesta la crisis de la legalidad en boca de Harry, que refiriéndose a la invalidez de las pruebas aportadas le preguntará:
- Lo dice la ley.
- Entonces la ley está loca
Algo parecido ocurre en Impacto súbito, cuando al comienzo de la película una juez anula las pruebas aportadas por Harry, otra vez por haber sido obtenidas en un registro llevado a cabo sin mandamiento judicial. La (son)risa del joven delincuente que se beneficia de la decisión judicial representa, si no estoy equivocado, que el crimen se ríe de la ley que transgrede sin consecuencia alguna.
Ahora será Perfecto Andrés Ibáñez (2005: 72-73) quien se enfrente a la filosofía de Harry el sucio:
“Con carácter previo a la valoración de algún dato de la realidad empírica como eventualmente relevante en un proceso penal, se impone un juicio sobre el modo en que ha tenido lugar su adquisición. Éste es un juicio de legitimidad constitucional que ejerce una función de filtro, de manera que la información que no lo supere carecerá de aptitud para acceder al cuadro probatorio y no podrá formar parte del discurso del tribunal en la materia.
El alcance de esta proscripción, para que ésta no sea burlada y el régimen de garantías despliegue todos sus efectos, debe ser absoluto. Esto es, ha de impedir la toma en consideración del conocimiento directamente derivado del medio ilegítimo y también que éste, por alguna vía indirecta, pueda ser utilizado como premisa de un ulterior proceso inferencial. La coherencia normativa del sistema reclama que ningún dato probatorio genéticamente relacionado con la violación del derecho fundamental pueda tener entrada en el ámbito de lo relevante para el juicio”.
Dicho sintéticamente, el respeto de las garantías es el precio de la legitimidad (Andrés Ibáñez 2015: 310). Pero semejante prohibición, ¿no puede beneficiar al criminal? Al fin y al cabo eso es lo que se preguntan las películas que estamos comentando, que esas garantías relativas a la forma de conseguir las pruebas impiden más que posibilitan el acceso al conocimiento de los hechos y, por tanto, benefician a los delincuentes. Pero la infracción de tales garantías no sólo traería consigo la disminución e incluso desaparición de la fiabilidad del proceso sino, sobre todo y además, la crisis de la legitimidad del ius puniendi, pues efectivamente el derecho a castigar no significa que se pueda llevar a cabo de cualquier manera sino, por razones obvias, sometido a precisos y restrictivos límites.
Por otra parte, de la última película citada, Impacto súbito, nos interesa ahora el enfrentamiento entre el juez y el policía o, en otros términos, la dialéctica garantismo/ anti-garantismo (o autoritarismo, punitivismo u otro término semejante), pues el primero representa la defensa y legitimidad de la ley y las protecciones que ésta establece, mientras que el segundo representa la justicia material, ajena a cualquier formalidad y sin límite alguno. En esta pentalogía cinematográfica, las garantías penales y procesales están representadas por políticos y juristas, mientras la ideología justiciera y antiformalista queda simbolizada por el policía protagonista y, a veces, por alguna víctima.
En la primera película de la pentalogía, el entendimiento del Derecho como garantía de los derechos fundamentales lo representan tanto el fiscal como un juez y, a la vez, profesor de Derecho constitucional que está presente cuando el primero reprocha a Harry su actuación contra Scorpio, al que ya sabemos que torturó para hacerle confesar dónde se encontraba la chica que había secuestrado. El juez y profesor confirmará que la actuación del policía fue ilegal en su conjunto por atentar contra los derechos del sospechoso, lo que probablemente escandalice al seguidor de este tipo de cine. En Harry el fuerte un tribunal absuelve a quien el espectador percibe como un criminal, por medio –se dice- de un tecnicismo jurídico con el que, así, se comete una injusticia. En esta película, la organización criminal implantada en el seno de la misma policía justifica su actuación justiciera por el mal funcionamiento de los tribunales: no tendría que existir “si nuestros tribunales actuaran como es debido”, dice uno de los dirigentes. En Impacto súbito, una jueza se enfrenta al protagonista, al que reprocha que presente pruebas obtenidas irregularmente, transmitiéndosele al espectador, creo, la sensación de que el juez garantista es “un estorbo” para hacer justicia, “empecinado siempre en el cumplimiento exquisito de unas garantías que son poco más que ritualismos estériles y sordo al clamor popular de justicia y seguridad” (Prieto Sanchís 2011: 10). En cuanto a las autoridades políticas, también tratan de limitar la actuación del policía protagonista, pero se sugiere que es por intereses políticos, precisamente, como ocurre en Harry el ejecutor.
Por último, en Impacto súbito se critica el garantismo por medio de la justificación de la venganza. Una de las víctimas de un grave crimen, tras asistir a la declaración de inocencia de los individuos que lo cometieron, decide vengarse, ejecutando a los delincuentes que ella conoce sin ningún género de duda. Queda claro, por cierto, por qué a esta filmografía la he denominado cine de la venganza. Otra vez, por otra parte, estamos ante la crítica a la legalidad y la jurisdicción garantistas, incapaces de dar respuesta a la criminalidad, viene a decirse. Ésta es, por cierto, una de las censuras que se escucha habitualmente contra el garantismo, “que el proceso contradictorio garantiza derechos pero comporta pérdida de eficacia en la persecución de la delincuencia”. Pero semejante argumento parece suponer que un proceso sin garantías sería más eficaz, lo que no es cierto, evidentemente, como por otra parte nos enseña la misma historia judicial: “el proceso penal inquisitivo, sin contradicción ni presunción de inocencia, fue realmente fértil en errores irreparables e injusticias y no contribuyó a contener los delitos” (Andrés Ibáñez 2005: 66-67).
En este caso, por tanto, los crímenes los comete no un criminal al uso de estas películas sino alguien que tiene razones para llevarlos a cabo. ¿Son buenas razones? Por supuesto, depende del punto de vista que se adopte, pero desde una perspectiva garantista no parece razonable defender la venganza: el Derecho penal nace, precisamente, para negar el castigo de la venganza y “se justifica no con el fin de garantizarla, sino con el de impedirla” (Ferrajoli 2001: 333).
4. Sobre Harry el sucio y el Derecho penal del enemigo: merecimiento y dignidad
Si, aun con los matices vistos, entendemos a Harry el sucio como la representación de la antítesis del garantismo, ahora hay que decir, también con matices, que el personaje de Clint Eastwood recuerda otra doctrina criminológica, la llamada del Derecho penal del enemigo, formulada por Günther Jakobs a finales del siglo XX. Con matices, digo, porque seguro que los partidarios de esta doctrina no se sentirán identificados con actuaciones de este policía de ficción capaz de liquidar sin miramientos a casi cualquier criminal; no se sentirían identificados y, con razón, podrían sentirse incomprendidos y ofendidos, supongo. Siendo esto cierto, y que el Derecho penal del enemigo es una doctrina, una teoría del Derecho penal, mientras que Harry el sucio es una ficción cinematográfica, doctrina y ficción parecen compartir una filosofía del fondo. Como en otras ocasiones, una película puede presentar, de forma inevitablemente simplificada, cinematográfica, es cierto, pero a veces de manera muy lograda; una película puede enseñar un pensamiento, y eso es lo que hace la serie de Harry el sucio con la filosofía de la teoría jakobsiana.
Para entender el Derecho penal del enemigo debemos contraponerlo al Derecho penal del amigo, entendido éste como ciudadano, lo que vale decir como delincuente normal, esto es, el no extremo. A este último, al enemigo, al criminal extremo, se le combate, se le elimina incluso. Así, mientras el “Derecho penal del ciudadano mantiene la vigencia de la norma, el Derecho penal del enemigo (en sentido amplio: incluyendo el Derecho de las medidas de seguridad) combate peligros”, dice el autor de la teoría. El Derecho penal del ciudadano es el del Estado de Derecho; el del enemigo, en cambio, se rige por otras reglas, adelantando la punibilidad o endureciendo las penas, por ejemplo. No se trata de crear nada nuevo, continúa Jakobs, sino de dar nombre a lo que ya se hace y “hay que hacer contra los terroristas si no se quiere sucumbir” y que es algo muy parecido a la guerra/4. Las dos cuestiones fundamentales que se plantean, por tanto, son éstas: ¿quién es enemigo? y ¿cómo se le puede/ debe tratar? De forma abstracta creo que se puede decir que los enemigos no son sólo terroristas sino, en palabras de Manuel Cancio, todos los “malhechores archimalvados”, y en cuanto a su tratamiento, hay que combatirlos y excluirlos para prevenir su potencial criminal. Pero las palabras que más asombran de Jakobs son las siguientes: el enemigo “no sólo no puede esperar ser tratado aún como persona, sino que el Estado no debe tratarlo ya como persona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas” (Jakobs y Cancio 2003).
4/ Jesús Silva reconoce “la existencia real de un Derecho penal de tales características” que, entonces, plantea el problema de su legitimidad. “Ciertamente ésta habría de basarse en consideraciones de absoluta necesidad, subsidiariedad y eficacia, en un marco de emergencia”, dice. Pero esto no es lo que sucede sino que tiende, “ilegítimamente, a estabilizarse y a crecer” (2001: 166-167).
Valga como respuesta canónica al Derecho penal del enemigo, conforme a los cánones del pensamiento penal ilustrado y liberal, la de Luigi Ferrajoli. La misma expresión que designa esta doctrina constituiría –dice- “un oxímoron”, pues el concepto de enemigo reenvía al de guerra, que es la negación del Derecho mismo, “del mismo modo que éste es la negación de la guerra”. No extraña que a juicio del autor de Derecho y razón, el Derecho penal del enemigo destruya el vínculo entre aquél y ésta, arrollando “todas las garantías del Derecho penal, desde el principio de legalidad al de culpabilidad, desde la presunción de inocencia hasta la carga de la prueba y los derechos de la defensa”. La ideología que inspira la doctrina de Jakobs no sería nueva, sino la misma del estalinista “enemigo del pueblo” o del hitleriano “tipo normativo de autor”, reeditada ahora en la Patriot Act estadounidense, que se concreta en “la cancelación del habeas corpus para los ciudadanos no americanos, las privaciones de libertad por tiempo ilimitado sin acusación formal, la supresión de las garantías procesales, el establecimiento de tribunales militares especiales, la quiebra de todas las garantías en materia de interceptaciones, registros, detenciones, pruebas” (Ferrajoli 2008: 234-237). Pero ¿no nos recuerda esto último a Harry el sucio, precisamente? O, preguntado de otra forma, ¿acaso no se compadece lo que dice Jakobs con lo que hace el inspector Callahan?
En efecto, Callahan mantiene una guerra abierta contra los criminales a los que abate sin ningún miramiento, como si fueran sus enemigos, como si no fueran personas. De hecho, en algún momento estas películas recuerdan los westerns de indios y vaqueros, en los que se presentaba a los indios como salvajes sanguinarios capaces de llevar a cabo las mayores tropelías, que difícilmente podían alcanzar la consideración de personas. Lo mismo ocurre con los criminales perseguidos por Harry, que son tan “archimalvados” que parece que todo está justificado contra ellos.
Así es, las narraciones de las aventuras del inspector Callahan, por su propia filosofía, necesitan que el mal se presente en estado puro, lo que provoca en el espectador una emoción radical de rechazo y condena y, a la vez, les hace sentir cierta empatía por la actuación del protagonista, que al proteger y defender (y vengar) a las víctimas de crímenes repugnantes, creo que les transmite que también les defiende y protege a ellos. En la primera entrega, Harry el sucio, el criminal antagonista, Scorpio, es un individuo tan malvado que resulta difícil imaginar a alguien peor que él: mata de forma arbitraria a unos u otros, secuestra niños, arranca con unas tenazas el diente de una niña para demostrar que está en su poder y es capaz de hacer cualquier cosa con ella, como dejarla morir por asfixia, lo que efectivamente hará; o contratará a un matón para que le dé una paliza y luego echar la culpa a Callahan. Scorpio es, en suma, el individuo más despreciable que imaginarse pueda. En Harry el ejecutor se trata de un grupo terrorista capaz de llevar a cabo no sólo crímenes repugnantes contra una u otra persona sino espeluznantes atentados que, para darnos una idea, se comparan con el de poner una bomba en una central nuclear. En Impacto súbito el crimen fundamental es una violación grupal de dos hermanas, una joven y una niña.
Pero, ¿son personas semejantes individuos, capaces de cometer tamañas atrocidades? A nadie mejor que a éstos se les pueden aplicar las palabras de Jakobs: ni ellos pueden esperar ser tratados como personas ni el Estado debe tratarlos como personas. El inspector Callahan es quien mejor aplica ese principio: ninguno de sus criminales, tan bárbaros, puede esperar que le trate como persona y él es consciente de que no debe hacerlo, de que no debe tratarlos de esa forma. En efecto, Harry no lo hace, no les otorga ninguna consideración, ninguna dignidad. La filosofía de los derechos humanos, la que dice que toda persona por el hecho de serlo es titular de ciertos derechos, queda desechada. Dignidad y derechos sólo los tienen quienes se los merecen, las personas; luego quienes no se los merecen, no son personas y pueden ser tratados de cualquier manera.
“Es el mismo modelo de terrorismo penal, ya experimentado por las dictaduras latinoamericanas de los años sesenta y setenta en obsequio a la doctrina de la ´seguridad nacional´, y hoy practicado por los Estados Unidos con los sospechosos de terrorismo, en decenas de prisiones esparcidas por todo el mundo. Su finalidad es sembrar el terror entre todos los que, fundadamente o no, resulten sospechosos de connivencia con el terrorismo y, al mismo tiempo, humillar al enemigo al margen del Derecho como no-persona, que no merece la aplicación de las garantías ordinarias del correcto proceso ni las previstas para los prisioneros por el Derecho humanitario de guerra. Naturalmente, las torturas no aparecen llamadas por su nombre. Se las califica de ´abusos´, para no admitir oficialmente el crimen” (Ferrajoli 2008: 238-239).
Si ellos no respetan los mínimos derechos de los demás, ¿por qué habrá que respetar los suyos? Éste es el gran argumento que se encuentra en el cine de la venganza/5. En la escena tantas veces referida de Harry el sucio en que el fiscal y el juez reprochan el comportamiento del policía con el criminal y apelan a los derechos de éste, Harry les responderá: “¿Y qué hay de los derechos de Ann Mary Deam? Esa chica fue violada y enterrada viva”. Al principio de Harry el fuerte, un hombre se queja de que los tribunales “no hacen otra cosa que preocuparse por los derechos de los criminales”. En Impacto súbito, el personaje de la chica vengadora, cuando crea que el policía le va a leer sus derechos, le dirá: “¿Quién se preocupó de ellos cuando me apaleaban? ¿Y los derechos de mi hermana cuando la violaban?”.
5/ Refiriéndose a Harry el sucio, Clint Eastwood hizo esa comparación, dijo que “la sociedad en general sentía que se enfatizaban tanto los derechos del acusado que luego no se consideraban los derechos de la víctima”; en Fernández Valentí 2017: 138.
Fijémonos en algunos de los finales de las películas cuyo protagonista es el inspector Callahan, porque dicen mucho del mensaje que se transmite a los espectadores. En la primera entrega, el criminal está herido en el suelo y Harry le provoca para que trate de agarrar la pistola que se encuentra cerca de él, de tal forma que lo intenta y el policía lo mata (o lo ejecuta). En Harry el ejecutor, el terrorista se sube a una torre; cuando está en el punto más alto, el policía le dispara con un bazoka que destroza la torre y al criminal. En La lista negra, Harry mata a sangre fría, con un arpón, al delincuente. Como en otras muchas de sus actuaciones, el protagonista actúa de forma bárbara, ejerciendo una “represión salvaje”, como si más que de un policía se tratara de un criminal, negando la “asimetría” que debe existir entre el crimen y la actuación policial (Ferrajoli 2008: 243 y 250). Si vale Scorpio como representación de los antagonistas de Harry, entre ellos, los delincuentes y el inspector, hay diferencias, qué duda cabe, pero lo que salta a la vida son “sus inquietantes semejanzas” (Fernández Valentí 2017: 32).
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