EL CINE DEL OESTE Y LOS DERECHOS HUMANOS (II)

Al tratar de la relación entre el cine del oeste y los derechos humanos ya vimos que el western clásico de indios y vaqueros resultaba un perfecto ejemplo de cine anti-humanista, pues precisamente los pieles rojas eran tratados como sanguinarios terroristas desprovistos de cualquier dignidad, lo que hacía que pareciera que no merecían que se les reconociesen derechos humanos. Se trata, ya se dijo, de un género racista, sencillamente. Pero semejante cine del oeste encontró su réplica en otro western que, rompiendo con el modelo tradicional, se dedicó a reivindicar a los aborígenes norteamericanos y, por tanto, a condenar el racismo que los discriminaba; de éste es del que tratamos ahora.



Para ser justos, habría que comenzar citando la película más pro-india de John Ford, Cheyenne Autumn, El gran combate (1964), en la que como en ninguna otra obra del gran director, se presenta como justa la causa de un pueblo indio, el cheyenne, confinado en reservas en las que sólo le quedaba esperar la muerte, lo que hacía que aquel pueblo mermado se pusiera en marcha para regresar a las tierras de las que había sido expulsado. La propia presentación de los nativos y el hecho de que importantes personajes protagonistas adoptaran una actitud comprensiva con los indios hacían que se tratara de una película que reivindicaba a quienes habían sido en buena medida exterminados. Pero El gran combate era de la década de los sesenta, cuando ya hacía tiempo que habían aparecido películas dedicadas a reclamar justicia para el pueblo indio, películas que forman parte de esa gran categoría del cine de los derechos humanos, críticas con el racismo, que recuerdan a quienes fueron perseguidos y aniquilados y, además, vilipendiados por el cine, precisamente.


En efecto, en 1950 aparecieron dos películas enteramente dedicadas a reivindicar a los indios: Broken Arrow, Flecha rota (Delmer Daves, 1950) y Devil´s Doorway, La puerta del diablo (Anthony Mann, 1950). La primera adoptó una perspectiva claramente favorable a los pueblos nativos norteamericanos. El hecho de que el protagonista, Tom Jeffords, un soldado licenciado, fuera interpretado por James Stewart, otorgaba aún más  verosimilitud y fuerza al mensaje pro-indio del filme. La labor de Jeffords, que se hacía buen amigo del jefe apache Cochise, parece por momentos la de un antropólogo: aprende la lengua y las costumbres de los apaches, y se integra tanto en el pueblo que llegará a casarse por su rito con una india. El argumento giraba en torno a sus exitosos intentos pacificadores, pero me parece que más importantes que éstos era la imagen humana que se transmitía de los indios, un pueblo que había sufrido el robo de sus tierras, así como el punto de vista interno y comprometido que adoptaba el protagonista, a todas luces (y justamente) partidario de la causa indígena, con lo que el espectador también se ponía de parte de ésta.



Pero más interesante aún era La puerta del diablo, una película de una notable complejidad argumental, sobre la que han de recaer las mejores críticas. Lance Poole (Robert Taylor) era un indio navajo que había luchado en el ejército de los Estados Unidos (¡había obtenido la Medalla de Honor del Congreso!) y que ahora volvía a sus tierras con el afán de trabajar allí donde su familia ya estaba asentada. El regreso coincidía con el fallecimiento de su padre, que antes del fin aún tendría tiempo para advertirle de que los blancos les odiaban a muerte. Western raro, por tanto, que no trataba de las guerras que los colonizadores y su ejército hicieron contra los indios, sino de la discriminación que sufrieron los indios ya integrados en la nueva sociedad. En ese contexto racista, una cuestión jurídica: las tierras de la zona habían sido puestas en venta por el gobierno, y cualquier ciudadano norteamericano podía adquirirlas. Sin embargo Poole, propietario de facto, por ser indio no podrá conseguir el título de sus parcelas, ya que éstos no eran ciudadanos sino “protegidos” del gobierno. La discriminación resultaba patente, como otra que sólo quedaba apuntada en la película, la de la mujer: ¡el abogado del indio era una mujer! Como los indios exigían que se reconocieran sus derechos, que nadie pudiera quedarse con sus tierras, el conflicto con quienes querían apropiárselas resultaba inevitable. La situación provocada por la norma legal, al final, traería consigo el asedio al racho de los navajos y la masacre de todos los varones que allí se encontraban, sobreviviendo únicamente mujeres y niños, a quienes se confinaría en una reserva. A los antiguos habitantes no sólo les expropiaban sus tierras y se les confinaba en reservas indignas, sino que se les impedía adquirir nuevas fincas, se les negaba la nacionalidad y, por fin, se les asesinaba. La condena resultaba clara, dando comienzo el ciclo del cine pro-indio, revisionista de la filmografía clásica de indios y vaqueros. 


Poco después aparecería Apache (Robert Aldrich, 1954), que también contenía un mensaje favorable al pueblo indio, así como otro desfavorable a la política de reservas. Narraba cómo el pueblo apache era confinado en un espacio acotado, donde se le sometía a un trato indigno: unos se alcoholizaban; otros adoptaban las costumbres de los blancos. Massai, un valiente guerrero que parecía el sucesor de Cochise y Gerónimo, huirá y él solo declarará la guerra a los colonizadores, cometiendo todo tipo de sabotajes y atentados, siempre exitosos. Unido a una muchacha india, y perseguidos por los soldados, escaparán a las montañas del oeste, donde vivirían libres y salvajes, en armonía con la naturaleza, hasta que ella de a luz a un niño. Aunque al final a Massai le perdonarán la vida por haberse civilizado, no deja de tratarse de un filme partidario de la causa india. En la película de Aldrich, la opción favorable a los nativos no se plasmaba en un discurso que reivindicara sus derechos sino en el dato (cinematográfico) del actor que encarnaba al protagonista, el atlético Burt Lancaster. El hecho de que Lancaster, un blanco, interpretara a un piel roja y adoptara el punto de vista de éste, por tanto, hacía que el espectador también se pusiera en la piel del apache y pudiera mirar el mundo con sus ojos. Conseguir esto significaba que el indio ya no fuera visto como un enemigo o como un salvaje sino, al contrario, como quien tiene sus razones y defiende sus derechos. 


Pero no siempre el hecho de que un actor/estrella de Hollywood interpretara a un indio significaba que la película fuera pro-india, evidentemente. Véase si no el caso de otra película del mismo año, Taza, Son of Cochise, Raza de violencia (Douglas Sirk, 1954), cuyo título en castellano traicionó no sólo el original sino el mismo espíritu del filme. Aquí era Rock Hudson quien interpretaba a Taza, el primogénito de Cochise que a lo largo de toda su vida trataría de conseguir la paz con el hombre blanco a cualquier precio. Esa pretensión, sin embargo, servía para distinguir claramente entre indios buenos y malos: los primeros, que perseguían un entendimiento con el hombre blanco; los segundos, que luchaban contra él. Así, otra vez, la película de Sirk conseguía legitimar la conquista, a la vez que condenaba a los nativos que se oponían a ella, resaltando su fiereza y su negativa a la paz. En cuanto a la política de reservas, que es la que justifica esta cinta, hoy sabemos que contribuyó a la destrucción del pueblo indio.



Pero visto desde aquí, 1970 será el año del cine revisionista de indios y vaqueros, cuando entonces se estrenaron tres películas que narraban historias distintas de las que el cine tradicional había contado. Arthur Penn presentaba una muy larga película, Little Big Man, Pequeño gran hombre, ficticia autobiografía de Jack Crabb (Dustin Hoffman) que servía para hacer un repaso, en clave crítica y cómica, del cine del oeste: aparecía desde una recreación del asalto a La diligencia, de Ford, hasta el problema indio, desde la cuestión de la violencia entre los colonizadores (durante una temporada Crabb sería un pistolero que no quería matar a nadie) hasta la desequilibrada personalidad del general Custer, que con sus erróneas decisiones había llevado al desastre de la batalla de Little Big Horn, de la que sólo se salvó –según dice, aunque no sabemos si creerle- Jack Crabb. En cuanto a los indios, Penn no dejaba de mostrar las masacres llevadas a cabo por el ejército, que asesinaba sin piedad a mujeres y niños de pecho. Al comienzo del filme, el petulante entrevistador ante el que Crabb repasaba su vida decía lo que es difícil escuchar en otras películas, que lo que se había hecho con los pueblos indios constituía un genocidio, es decir, que se les quiso exterminar y que, en efecto, casi se les extermina. Al final, las palabras del jefe cheyene, tras la derrota de Custer, resultaban proféticas: los seres humanos (tal como se llamaban a sí mismos los cheyennes) habían podido ganar una batalla, pero la guerra contra los hombres blancos estaba inevitablemente perdida. Así fue.


El mismo año apareció Soldier Blue, Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), una película no demasiado lograda, pero que también reflejaba una opción desmitificadora de la conquista. Por una parte, porque el punto de vista más fundado de los que aparecían en la cinta era el de Cresta Lee, una mujer que, secuestrada por los cheyennes, convivió con ellos durante dos años, con lo que comprendía y justificaba su proceder, bárbaro a los ojos de sus compatriotas: “¿Qué diablos esperan que hagan los indios, quedarse sentados en sus tiendas mientras otros les quitan sus tierras?”, le espetaba al joven soldado que la acompañaba. Por otra parte, porque el filme terminaba con una acción de exterminio que tropas del ejército estadounidense, dirigidas por el coronel Iberdson, llevaron a cabo contra el pueblo cheyenne, matando a más de quinientos de sus miembros. Ni el hecho de que los indios casi no se resistieran, ni otra vez el que hubiera un elevado número de mujeres y niños, impidieron una represión enloquecida, que incluyó violaciones y torturas. Al final se advertía, eso sí, que el responsable de semejante masacre había sido sometido a consejo de guerra, condenado y ejecutado.



Por fin, también en 1970 se estrenó A Man Called Horse, Un hombre llamado caballo (Elliot Silverstein, 1970), una película que iba a ser un éxito de taquilla y que, otra vez por medio de la asunción del punto de vista de los nativos por parte del protagonista, conseguía que el espectador se identificara con el pueblo indio. John Morgan (Richard Harris) era un noble inglés que resultaba secuestrado por los indios, que al principio lo trataban como a un esclavo, como un caballo de carga a quien le exigían llevar a cabo los más duros trabajos. Sin embargo, John se iría integrando en la tribu, hasta el punto de que se acabará casando con la hermana de un líder sioux y convirtiéndose nada menos que en jefe. Como en otras ocasiones, la película tiene un innegable carácter antropológico. Su mayor virtud es, precisamente, la documentada descripción que hace de la vida de los nativos, fijándose en las instituciones y los rituales en los que se fijarían los antropólogos: la trágica situación de las viudas que quedaban sin un hombre que las protegiera y al que atender, el precio de la novia, los ritos matrimoniales, las ceremonias funerarias, etc. Y al lado de las realidades culturales, las naturales, intercalándose bellas imágenes de la naturaleza, y mostrándose así las respuestas culturales que los hombres dan a las exigencias de ésta. No eran salvajes, parece que venía a decir la película, sino humanos que, en un habitat distinto del nuestro, ofrecían soluciones distintas de las nuestras a unas necesidades que sí son comunes a todos los hombres. Otra vez con la utilización de la perspectiva del participante se lograba que se restaurase el honor indio. La película traería secuelas que constituirían casi una serie: The Return of a Man Called Horse, La venganza de un hombre llamado caballo (Irvin Kershner, 1976) y Triumphs of a Man Called Horse, El triunfo de un hombre llamado caballo (John Hough, 1983), en parecida línea.



Pero creemos que la cima de este western revisionista se alcanzó en 1990 con Dances with Wolves, Bailando con lobos (Kevin Costner), que obtuvo además el reconocimiento de Hollywood, logrando nada menos que siete Oscars, los fundamentales entre ellos. Si no estamos equivocados, la industria cinematográfica norteamericana no sólo premia las que tiene por buenas películas, sino que también respalda temáticas y tratamientos, es decir, opciones políticas, con lo que admite ahora (fílmicamente) la injusticia sufrida por los pueblos aborígenes. El teniente John J. Dunbar (Kevin Costner), un héroe de guerra, solicitaba destino en territorio sioux, adonde lo trasladaría un comerciante que opinaba de los indios que eran todos “ladrones y pordioseros” (algo parecido, por cierto, a lo que los indios opinaban de los blancos, como luego sabremos, que eran –dicen- sucios y tontos). El etnógrafo que resultaba el protagonista, como el protagonista de Flecha rota, llegará a otra conclusión: 


“Nada de lo que me han contado de esta gente es correcto. No son pordioseros ni ladrones. No son en absoluto los espantajos que nos ha hecho creer. Por el contrario, son unos huéspedes corteses y me agrada mucho su sentido familiar”. 


Bailando con lobos vale, por tanto, como documento antropológico, pero también como canto a la naturaleza y como recuerdo de una cultura, la de los sioux, que fue aniquilada por el hombre blanco, según se recuerda al final de la película. Otra vez, el hecho de que el protagonista se identificara con los indios permitía que también lo hiciera el espectador. Tras la película de Kevin Costner, aparecieron otras que transmitían un mensaje favorable a los pueblos indígenas, aunque ninguna –creemos- de su importancia.


Por cierto, si el western revisionista de indios y vaqueros constituye un cine anti- racista y, por tanto, cine de los derechos humanos, lo mismo hay que decir del cine crítico del colonialismo. Porque lo cierto es que colonialismo y racismo han ido de la mano ya que, tal como explica Chritian Geulen, aquél acepta como un axioma.



“el convencimiento de la superioridad natural de los señores coloniales y de su tarea civilizadora. La lógica consecuencia de esta idea fue la aparición de la necesidad estricta de mantener las condiciones de poder colonial por todos los medios. Si estas relaciones de poder empezaban a cuestionarse y a verse amenazadas […] desde la perspectiva racista ya no se trataba de un simple restablecimiento del orden, sino del comienzo de una dura lucha entre razas a vida o muerte”.


Dado que el colonialismo y el racismo se encuentran habitualmente unidos, al igual que ocurre con el western, al fin y al cabo un género cinematográfico específico que se refiere a una concreta forma de colonialismo, también en el cine que trata de la cuestión colonial, que trata de otros colonialismos distintos al del oeste norteamericano, vamos a encontrarnos dos relatos diferentes: uno que hoy día nos resulta lamentable, que trata de justificar lo injustificable, poniéndose de parte de la potencia colonial dominante y que constituye una filmografía sin duda contraria a los derechos humanos, una cinematografía racista en buena medida, a la que ya se hizo referencia en la primera parte de este artículo; y otra crítica con el colonialismo y con ese cine clásico, que asume la perspectiva del pueblo colonizado y dominado, reivindicando también un derecho a la libre determinación de los pueblos. Los argumentos de uno y otro se exponen sintéticamente en Le roseaux sauvages, Los juncos salvajes (André Téchiné, 1993), en un diálogo entre el alumno, hijo de franceses que viven en la Argelia colonial, y la profesora. Aquél dice: “Se lo dimos todo. Se morirían de hambre sin nosotros”. Ella le contesta: “Los esclavos siempre son alimentados. A eso se le llama explotación”. El mejor exponente del cine crítico con el colonialismo es, sin duda, La battaglia di Algeri, La batalla de Argel (1966), que se debe a un director marxista, Gillo Pontecorbo, quien también dirigió Queimada (1969), que de nuevo trata la cuestión colonial en clave marxista. Aquí habría que citar la epopeya anticolonialista británica Gandhi (Richard Attenborough, 1982), premiada con ocho Oscars, con lo que otra vez parece un reconocimiento por parte de Hollywood de la injusticia del colonialismo.



NOTA: Este artículo ha sido publicado en la revista ALMANAQUE nº 10 del Foro Jovellanos del Principado de Asturias.


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