EL CINE DEL OESTE Y LOS DERECHOS HUMANOS (I).
INDIOS Y VAQUEROS
El western clásico de indios y vaqueros vale como ejemplo paradigmático de la relación entre los derechos humanos y el cine, así como del cine contra los derechos humanos, porque aunque a veces se olvide, lo que transmiten los medios de comunicación de masas son ideas. En efecto, las películas que se proyectaban en la gran pantalla se convirtieron en un instrumento ideológico fundamental para hacer creer a la mayor parte de la población estadounidense e, incluso, mundial que la colonización del oeste norteamericano y el exterminio de la población indígena se habían hecho a mayor gloria de los Estados Unidos de América y de la humanidad toda, pues se trataba de violentos salvajes que, sin razón alguna, impedían el avance del progreso y la civilización; algo así como irracionales y sanguinarios terroristas a los que era preciso aniquilar si no se quería sufrir una muerte horrible en sus manos.
Sin embargo, no son pocos los historiadores que piensan que el exterminio de los nativos norteamericanos constituyó un genocidio. En este punto he de citar y recomendar la lectura del bello libro de Roxanne Dunbar-Ortiz, historiadora descendiente de indios, La historia indígena de Estados Unidos, al que únicamente le falta un capítulo que estudie la cultura popular a la que ella misma se refiere, cultura que extendió globalmente una ideología: “los westerns, las novelas baratas, las películas y los programas de televisión que casi todos los estadounidenses tomaron junto con la leche materna, y que para mediados del siglo XX eran populares prácticamente en cada rincón del mundo”. No sólo se negó que aquella colonización fuera genocida sino que se convirtió en un capítulo más de la historia de la democracia estadounidense, la historia heroica de unos colonos que tanto habían tenido que luchar y sufrir, como dijo el presidente Obama en 2009, olvidándose una vez más de los exterminados.
Pero puesto que este trabajo se refiere al cine, hay que traer aquí el testimonio de Marlon Brando, que se identificó con la causa india y le ofreció su popularidad, y que aprovechó la entrega del Oscar que había logrado por su participación en El padrino para que en vez de él hablara Pequeña Pluma Sacheen, una india amiga suya, y reivindicara los derechos de su pueblo. Al final los organizadores no lo permitieron, pero aquello sirvió para llamar la atención sobre los nativos norteamericanos y su situación entonces actual. Brando no dejó de decir que la desaparición de los aborígenes en el territorio de los Estados Unidos había sido un genocidio, ni de compararlo con otros reconocidos como tales. Incluso llegó a llamarlo “la versión americana de la Solución Final”. El actor y militante pro-indio nos cuenta que cuando llegó Colón al Nuevo Mundo había en el territorio de lo que luego fueron los Estados Unidos entre siete y dieciocho millones de indígenas, y que mediada la década de los veinte del siglo pasado sólo quedaban doscientos cuarenta mil. Semejante catástrofe demográfica se produjo utilizando diversos procedimientos, no sólo militarmente. Por ejemplo: “Nuestras autoridades privaban de alimentos intencionadamente a los indios de las llanuras eliminando a los búfalos, porque era más rápido y más fácil matar a los búfalos que a los indios”. Lo curioso es –dijo- que casi ningún estadounidense estaría dispuesto a reconocerlo. “No sirve de nada ser lógico en este tema; la gente no responde a la lógica”.
Lo mismo que Marlon Brando dirá Noam Chomsky, que la nación norteamericana se asienta sobre la aniquilación de la población nativa originaria, que él cuantifica entre doce y quince millones, que quedaron reducidos a doscientos mil individuos, para lo que se utilizaron diversos procedimientos, desde la conquista militar a la expulsión. Hizo una síntesis de la historia de los Estados Unidos:
“¿Por qué vivo yo aquí? Vivo aquí porque unos cuantos fanáticos fundamentalistas religiosos de Inglaterra vinieron a estas tierras y comenzaron a exterminar a la población indígena. Luego los siguieron muchos otros y exterminaron al resto de esa población indígena. Y no fue cosa de poca monta, fueron millones de personas.
Y la gente de aquellos tiempos sabía lo que estaba haciendo. No se cuestionó en absoluto lo que hacía. Pero han pasado cientos de años y el exterminio de la población indígena sigue sin formar parte de la conciencia general. Es, por cierto, un hecho asombroso que el activismo de los años sesenta y el despertar que supuso condujeran –por primera vez en la historia de Estados Unidos- a un cambio sustancial en la manera de enfocar el tema. Al cabo de trescientos años, ese tipo de cuestionamiento se convirtió en algo en lo que la gente empezó a pensar. De niño jugábamos a indios y cowboys. Nosotros éramos los cowboys y matábamos a los indios. Pero mis hijos no lo hacen”.
En fin, por muchas razones hay que citar también las palabras de Martin Luther King:
“Nuestra nación vino al mundo con el estigma del genocidio, cuando abrazó la doctrina según la cual el norteamericano original, el indio, pertenecía a una raza inferior. Aun antes de que poblaran nuestras costas los negros, el costurón del odio racial había desfigurado la faz de la sociedad colonial. Desde el siglo XVI ha corrido sangre en las luchas por la supremacía racial. Quizás seamos la única nación que ha intentado destruir su población indígena, como si se tratara de seguir una política nacional. Y lo que es más, elevamos esta trágica acción al rango de noble cruzada. El hecho es que aún hoy no hemos querido dar cabida al remordimiento por tan vergonzoso episodio, ni siquiera condenarlo. Nuestra literatura, nuestras películas, nuestro teatro, nuestro folklore, todos lo ensalzan”.
¿Cómo se extendió la idea de que aquello no había sido un exterminio bestial sino una acción heroica y virtuosa? Se usaron otros medios, pero la aparición del cine resultó crucial para propagar la mentira. Resulta esclarecedor que en el libro que Shohat y Stam dedicaron a la labor imperialista del cine, titulen “El western como paradigma” el capítulo en el que se ocupan de este género. Lo que hizo Hollywood –según ellos- fue dar la vuelta a la historia, al hacer que los nativos norteamericanos, caracterizados tanto por unas costumbres absurdas y primitivas como por una agresividad irracional e inexplicable, “parecieran intrusos en su propia tierra”. En efecto, la imagen general que el cine nos ha dado de los indios de Norteamérica es lamentable. Se trataría, sencillamente, de un género racista. Aunque sea divertido, y así lo ha sido para muchas generaciones de niños, no deja de ser repugnante lo que hace este cine de la colonización: culpa a los masacrados de la masacre, a la vez que ensalza a quienes la llevaron a cabo. Sin pretender ser exhaustivos, veamos algunos ejemplos que permitan identificar los mecanismos que utilizaron las películas clásicas de indios y vaqueros para demonizar a aquéllos.
Cuando Peter Bogdanovich le comentó a John Ford que en sus filmes los indios siempre tenían una gran dignidad, el genial director le dijo: “Probablemente se trata de un impulso inconsciente, pero son un pueblo muy digno, incluso cuando son derrotados. Claro que eso no resulta muy popular en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos que tiene una gran cultura propia”. Sin embargo, el cine de Ford fue uno de los que más contribuyó a la elaboración de la historia oficial de la conquista del oeste y del pueblo indio. Fijémonos en algunos títulos emblemáticos del genial director. En La diligencia (Stagecoach, 1939), precisamente la historia de un viaje en diligencia, los invisibles indios apaches encabezados por Jerónimo, que se han escapado de su reserva, generan una tensión que, por fin, estallará cuando ataquen el carruaje. Puesto que el espectador tiende a identificarse con alguno de los personajes que viajan en la diligencia, a los indios se les tiene por enemigos, unos enemigos especialmente crueles según se da a entender. Curiosamente, en el asalto casi no se causan bajas entre los viajeros, pero éstos, para regocijo del público, disparan con gran puntería y aciertan sobre gran número de asaltantes, que se caen, heridos o muertos, de sus caballos.
Pero aparte de otras concretas películas de Ford, hay que referirse a la trilogía que dedicó a la caballería de los Estados Unidos: Fort Apache (1948), She Wore a Yellow Ribbon, La legión invencible (1949) y Río Grande (1950). La primera de las tres, Fort Apache, resulta una película donde es cierto que Ford reivindica el pueblo indio, labor de la que se encarga el capitán York, interpretado de nuevo por John Wayne, pero también la disciplina militar hasta el punto de glorificar las hazañas del comandante en jefe, un racista que odia a los aborígenes, responsable de la carnicería con la que se cierra la película. En cualquier caso, el mensaje de la trilogía queda claro en la apología militarista y ultranacionalista con que se cierra La legión invencible:
“Aquí están los feroces guerreros, profesionales por cincuenta centavos al día, dirigiendo la avanzada de una nación. Desde Fort Reno a Fort Apache; desde Sheridan a Stockton. Eran todos iguales. Tenían una sucia chaqueta azul y una fría página en los libros de Historia. Pero donde quiera que fueran y lucharan por lo que lucharan, ese lugar se convirtió en Estados Unidos”.
Por lo demás, La legión invencible no contiene un discurso expreso sobre/contra los indios; sólo en cierta ocasión el protagonista los llama “diablos” y en otra escena dan muestras de una crueldad terrible, pero más allá de esas noticias no existe una condena explícita. Se trata, simplemente, de que son los enemigos a quienes hay que derrotar, identificándose el espectador con el punto de vista de la película, el del séptimo de caballería. Como casi todas las del momento, se trata de una película anti-india pero no porque así se diga de forma explícita sino porque la cámara nunca adopta el punto de vista del indio y, por consiguiente, el espectador nunca se pone en su piel. En cambio, la tercera entrega de la trilogía, Río Grande, no sólo exhibe el patriotismo y el militarismo de la anterior sino un claro y reaccionario racismo, como reconoce Joseph McBride, el biógrafo de Ford. Como ocurre con otras muchas películas del oeste, también ésta puede (y debe) interpretarse haciendo referencia al contexto y la posición de los Estados Unidos en el mundo, en este caso la guerra fría, pero lo que ahora nos importa es la imagen que nos ofrece de los nativos norteamericanos, repugnantes y sanguinarios salvajes sin escrúpulos capaces de cometer toda clase de fechorías; ahora no sólo asaltar caravanas de blancos sino incluso matar a sus mujeres y secuestrar a sus niños.
Este mensaje abiertamente anti-indio también se encontrará en The Searches, Centauros del desierto (John Ford, 1956), película de la que se ha dicho que es el mejor western de la historia; mensaje anti-indio pues incorporaba una perspectiva brutalmente racista, la de Ethan Edwards, el protagonista interpretado de nuevo por John Wayne, que detestaba a los pieles rojas, quienes por lo demás no se ahorraban crímenes repugnantes, lo que los hacía aparecer como malvados sanguinarios ante los ojos del espectador. Asaltaban el rancho del hermano de Ethan y masacraban a su familia, salvándose únicamente la hija pequeña, a la que (otra vez) secuestraban. La película narrará precisamente el peregrinaje Ethan para encontrarla. Cuando por fin de con ella, estará a punto de matarla por haberse convertido en una comanche más. “Éste es mi pueblo”, llegará a decir la joven. En realidad, la película presenta una guerra (al jefe indio Scar, los blancos le habían matado a dos hijos), pero en un conflicto bélico hay que tomar partido y la opción de Centauros, una vez más, es a favor de los violentos colonizadores, no de los colonizados. Sin duda una película grandiosa, pero otra vez puesta al servicio de un lamentable mensaje racista, pues en la imagen del espectador los indios aparecían como criminales, con lo que al final los pueblos aborígenes parecían caracterizarse por un salvajismo y una violencia desmedidas. Este cine vino a decir, ay, que si se les exterminó fue porque lo merecían.
Curiosamente, un argumento similar, aunque al revés, es el que sirve de trama a The Unforgiven, traducido también al revés como Los que no perdonan (John Huston, 1960). En este caso, una india kiowa es criada por una familia de colonos cuya madre, que es la única que conoce el origen de Rachel, lo oculta. El indio hermano de sangre de la chica tratará de recuperarla, pero con peor fortuna que el Ethan de Centauros. Análogamente a lo que ocurre en la película de Ford, en esta de Huston la chica, en algún momento, quiere irse con su pueblo, aunque al final triunfará el amor de su familia adoptiva, cerrándose la película trágicamente. Al igual que en The Searches los blancos despreciaban y odiaban a los comanches, en ésta se desprecia y se odia a los kiowas, lo que no puede dejar de transmitirse al espectador.
Otro de los directores que filmó imborrables filmes de indios y vaqueros fue Raoul Walsh. Uno de éstos, They Died with their Boots On, Murieron con las botas puestas (1941), tal vez se tenga por la película más clásica del género, una película magnífica puesta al servicio de una mitología, la que produjo la colonización del oeste. Se trata de una biografía/hagiografía de Custer, interpretado por Errol Flyn, que contribuyó a forjar la leyenda. De hecho, los defectos de Custer, que es temerario e indisciplinado, se tornan en virtudes: su temeridad pasa por valentía y su indisciplina se ve como simple gracia. Al final, sin embargo, resultará nada menos que el salvador de la Unión, al vencer a los sudistas. Es en la segunda parte de la película cuando aparecerán los indios: los otros, los violentos, los salvajes… Es verdad que se ha dicho que en Murieron… no sale malparada la imagen de los indios, pero eso –creo- sólo es cierto a medias. Es verdad en la medida en que Caballo Loco es interpretado nada menos que por Anthony Quinn, y la elección del intérprete no resulta una cuestión indiferente, y en la medida en que los indios son traicionados por unos comerciantes blancos sin escrúpulos, pero no lo es en otro sentido. No me refiero sólo a algunos comentarios del propio Custer ni a la sensación de que matar indios sigue siendo un divertimento, sino al hecho de que se tenga por natural que, para no ser eliminados, los sioux hayan de renunciar a todas sus pertenencias, a todas salvo, única condición que establecen para firmar un tratado de paz, las Colinas Negras, donde descansan –dicen- los espíritus de sus antepasados. Los indios siguen siendo, por tanto, unos extraños en sus propias tierras, mientras que los blancos, al menos los blancos honestos, encarnados por el Séptimo de Caballería, hacen lo que deben, colonizar nuevos territorios y expulsar a sus habitantes. La película finalizará con el desastre (para el ejército) de Little Big Horn, una gesta épica… Del ejército norteamericano.
De Raoul Walsh, a comienzos de la década de los cincuenta aparecerá Distant Drums, Tambores lejanos (Raoul Walsh, 1951), un western atípico que se desarrolla en el este (¡!), en Florida, en 1840, cuando se produce la guerra contra los semínolas, y que tiene algo de película de marineros. Se trata de una aventura: el capitán Quincy Wyatt (Gary Cooper), con un reducido grupo de hombres, tiene que llegar hasta y destruir un lejano castillo, centro de operaciones de un grupo de contrabandistas de armas que suministra éstas a los semínolas. Lo hará, pero en la huida tendrá que enfrentarse repetidamente a los indios que les persiguen. ¿Qué imagen de los aborígenes transmite la película de Walsh? Realmente, en Tambores lejanos aparecen indios buenos y malos. Los primeros se han adaptado a la nueva cultura; los otros, en cambio, los semínolas, son “salvajes y sanguinarios”, como expresamente se dice al comienzo del filme. Unas “sabandijas”, insultará el protagonista antes de torturar a uno de estos indios, de los que se nos muestran sus poblados llenos de calaveras o la falta de piedad con la que tratan a sus enemigos, a los que llegan a matar arrojándolos a los cocodrilos. Pero la imagen que nos queda de los indios es la de sus veloces carreras en pos de los blancos, que transmiten una fiereza terrible, brutal; fiereza que el espectador puede sentir gracias al uso que de la cámara hace el director, colocándola a los pies de los salvajes.
Quizás una de las últimas grandes películas que siguió el paradigma clásico de las de indios y vaqueros fue Comanche Station, Estación comanche (Budd Boetticher, 1960), en la que sencillamente no había ninguna intención de presentar a los indios de forma distinta a como habían sido mostrados por el cine tradicional. A lo largo del filme Cody, un vaquero que libera a una mujer en manos de los indios, se encuentra con dos peligros: blancos criminales y comanches sanguinarios. Mientras que los primeros están presentes, los segundos no, convirtiéndose así en un peligro latente, aumentando la sensación de suspense. Un comentario del protagonista refiriéndose a un poblado de indios pacíficos y la noticia que llega de cómo los comanches han arrasado un pueblo y matado a mujeres y niños, nos dice que hay indios buenos y malos. Matar a éstos en la pantalla, como nos decía Ford, constituye todo un pasatiempo para el espectador.
Pero el western clásico de indios y vaqueros no está sólo, pues le acompaña el también clásico cine del colonialismo, sin duda porque la conquista del oeste fue otro caso de colonialismo, el colonialismo de asentamiento, que fue acompañado de un genocidio (Dunbar–Ortiz). Pero me refería al clásico cine del colonialismo, que otra vez enseña sin reparos “una carnicería en la que se pretende que el espectador se identifique con quienes la cometen y no con quienes la sufren”, en palabras de Shlomo Sand. De la primera filmografía del colonialismo, que es la que nos interesa ahora, destacan títulos como The Lives of a Bengal Lancer, Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935), The Charge of the Light Brigade, La carga de la brigada ligera (Michael Curtiz, 1936), The Four Feather, Las cuatro plumas (Zoltan Korda, 1939), 55 days at Pekin, 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963), Zulu, Zulú (Cy Endfield, 1964) o Karthoum, Kartum (Basil Dearden y Eliot Elisofon, 1966); como en el caso del western, películas de aventuras todas ellas pero que precisamente por eso son más peligrosas aún, porque esconden una terrible carga ideológica, falseadora, tras la aparentemente inofensiva diversión que produce matar a quien no es más que un desconocido sin ninguna individualidad, parte de una masa ingente carente de humanidad. Ahora los indios, vale decir los otros, los extraños, los salvajes, los crueles, los sanguinarios, los incomprensibles, los inhumanos; en fin, los que no se merecen los derechos humanos, precisamente; ahora los indios son los pastunes, los suristanís, los bóxers, los zulúes, los tagalos, etc. Los tópicos del western de la conquista se repiten en este cine, calcado de aquél, en el que la caballería británica, por ejemplo, nos recuerda al séptimo de caballería y las atrocidades de los indígenas, que matan mujeres y niños, nos recuerdan las que cometían los pieles rojas.
NOTA: Este artículo ha sido publicado en la revista ALMANAQUE nº 19 del Foro Jovellanos del Principado de Asturias.
Comentarios
Publicar un comentario