EL MAL TIENE NOMBRE DE MUJER

 

Feminidad fatal en la iconografía artística y literaria del Simbolismo y su prolongación en el siglo XX



Por tus dos ojos negros, tragaluces del alma,

Oh demonio implacable, no me arrojes más fuego.


Charles Baudelaire, Las flores del mal, 1857




                  En la Europa de la segunda mitad del siglo XIX numerosos pinceles de artistas y plumas de literatos del Simbolismo abordaron, hasta la obsesión, la maldad innata del sexo femenino presentando como tema recurrente en sus obras a la mujer encarnada en la iconografía de la femme fatal que ejerce una atracción irresistible sobre los hombres. Sensual y atractiva, pero perversa y peligrosa; seductora, pero al mismo tiempo amenazante. Féminas de labios lascivamente entreabiertos y cabellos ondulantes que atesoran una sexualidad enigmática. Este tipo de belleza hechicera apareció en los lienzos de artistas como Everett Millais y Dante Gabriel Rossetti, integrantes de la Hermandad Prerrafaelita que surgió en Londres en 1848 y se disolvió pocos años más tarde. Llamados así por el anhelo de retorno a la tradición anterior a Rafael, los Prerrafaelitas escandalizaron a la Inglaterra victoriana por convertir en protagonistas de sus cuadros a mujeres pelirrojas de voluminosas cabelleras. Se consideraba, de forma ambivalente, que el pelo rojizo evocaba al demonio y que era también sinónimo de energía sexual. 


Gran cantidad de versos de Baudelaire vinculan lo femenino a lo diabólico. En Las Flores del Mal (1857) el poeta se refirió a la mujer como maldita, fría, implacable y cruel. ¿A qué pueden atribuirse estos sentimientos hacia el otro sexo? Erika Bornay en su ensayo Las hijas de Lilith ofrece las claves:


¿Cuál fue la causa de aquel relato visual que complacía a los hombres y desagradaba a las mujeres? Evidentemente había un origen en toda esta iconografía. El principal fue el nuevo despertar de la conciencia en la mujer de su papel secundario en el mundo y, como consecuencia, su protesta formalizada en los primeros y categóricos movimientos de las sufragistas. La sociedad patriarcal observaba alarmada que le surgía una inesperada competidora, insospechada, debido al sometimiento que al que, ancestralmente, la había marginado. 


Una de las primeras reinas de la perversidad y femme fatale fue Eva, acusada de traer el pecado original al mundo después de convencer a Adán de comer la manzana prohibida que tentadoramente ofrecía el demonio convertido en serpiente. La figura de Eva, y por extensión de toda mujer, ha sido asimilada y vinculada en numerosas representaciones a la serpiente. En El pecado (1893), de Franz von Stuck, las serpientes se funden con el cuerpo femenino. 

El significado primigenio que mostraban determinadas figuras bíblicas femeninas fue alterado con el surgimiento de estas iconografías de la mujer fatal. Es el caso de Salomé y de Judit, a las que se cargó de contenido erótico.



Salomé pasó a ser paradigma de dominio sexual y psicológico sobre los hombres. Aunó la tríada religión, erotismo y muerte, por ello se convirtió en un tema predilecto para los artistas y literatos del Simbolismo. El dramaturgo Oscar Wilde escribió una tragedia reversionando esta historia bíblica. La Salomé de Wilde tiene un final funesto en el que el Rey Herodes, obnubilado por los encantos de su hijastra y la lasciva danza que ejecuta para él, ordena decapitar a Juan el Bautista, éste en la versión de Jokanaán, el Profeta. La pasión obsesiva de Salomé se refleja en el texto: “¡Ah! Yo he besado tu boca, Jokanaán. Yo he besado tu boca. En tus labios había un gusto amargo. ¿Era el gusto de la sangre? Pero quizás era el gusto del amor... Dicen que el amor tiene un gusto amargo...”. Finalmente, después de la decapitación de Jokanaán, Herodes manda a los soldados que maten a Salomé. El artista Aubrey Beardsley realizó los dibujos para la edición del año 1893 de este texto de Wilde. Jokanaán rechaza a Salomé en varias ocasiones a lo largo de la tragedia y se expresa en estos términos: “¡Mujer de Babilonia! Por la mujer vino el pecado al mundo. No me hables. No te escucharé”.  Beardsley mostró en sus ilustraciones a una Salomé pérfida, sádica y destructora por medio de una estética del arabesco y de líneas estilizadas que gusta de la curva sinuosa y del decorativismo a base de motivos de animales, hojas y flores de tendencia modernista. El protagonismo recae en la línea y en el marcado contraste entre blancos y negros. 

La otra figura femenina bíblica protagonista es Judit, quien decapitó con su espada al general asirio Holofernes para salvar a su pueblo. El cambio de significado de esta figura se inspira en la tragedia de Hebbel, de mediados del siglo XIX, en la que Judit corta la cabeza de Holofernes no por patriotismo sino por venganza después de que éste la hubiese violado. 



Gustav Klimt tradujo en muchas de sus obras esa idea de la mujer y de su feminidad amenazante. La Judit I (1901) presenta mirada lasciva, labios rojos, boca sensualmente entreabierta y un pecho descubierto. Es habitual que iconográficamente sea confundida con Salomé a pesar de incluirse el título en el lienzo. Para Klimt estas mujeres simbolizaban la metáfora de la lucha de sexos. Consciente de su poder sexual, la mujer encarnaría la parte activa de la relación y el hombre, la víctima, sería la parte pasiva.

Salomé y Judit, como vampiresas bíblicas, aúnan el deseo sexual (Eros) y el instinto de muerte (Tánatos). La imagen de la mujer fue símbolo habitual para ilustrar la figura de la Muerte. Un artista como Félicien Rops representó a la Muerte vestida de mujer en varias ocasiones mostrando sus obras un tono erótico-macabro muy marcado. Rops fue uno los fundadores del grupo de Les Vingt (1883-1893) que mantuvo estrecho contacto con la comunidad sectaria de los Rosacruces, un movimiento esotérico de origen medieval, reformado en el siglo XIX por Josephin Péladan, escritor y crítico de arte, aficionado a la magia, el esoterismo y el ocultismo. La obra de Félicien Rops es provocadora, licenciosa y anticlerical. En Iniciación sentimental (1887) identifica a la Muerte con una anatomía de mujer e incluye una inscripción en latín de San Agustín que reza las siguientes palabras: “el poder del diablo reside en las caderas”. De nuevo lo femenino como demoniaco y la mujer como ser fatídico para el hombre por su insaciable sexualidad.



El hombre teme a la mujer sexual poseedora de un erotismo siniestro y perturbador. La mujer era considerada como una amenaza seductora dispuesta a devorar a su presa. En este sentido fueron habituales las iconografías que la personalizaban en monstruos mitológicos como sirenas y arpías, seres híbridos que constituían una tentación letal para los hombres engañándoles y conduciéndoles a la muerte. Entre ellos destacó la esfinge, criatura semifemenina con cuerpo de león alado y cabeza de mujer. Para los egipcios tenía cabeza masculina, la civilización mesopotámica le incorporó las alas y la cabeza femenina, y Grecia completó la iconografía añadiéndole pechos. La esfinge formulaba acertijos a los viajeros y si no obtenía respuesta los devoraba. En la obra La esfinge victoriosa (1868) de Gustav Moreau se ven los cadáveres masculinos a los pies del triunfal monstruo. También Oscar Wilde escribió un relato titulado La esfinge sin secreto (1891) en el que el protagonista se enamora de una bella dama envuelta en un halo de misterio que a lo largo del texto se verá que no es tal, por ello y de acuerdo a la asimilación de la mujer con ese ser fabuloso, se trataba de una mujer/esfinge. Charles Ricketts lo ilustró en unas obras dominadas por la línea sinuosa en las que fusionó tipografía, ornamento y figuras.




                  La femme fatale en el arte y la literatura simbolistas recurre al tópico de la mujer como perdición del hombre entre los rasgos esencial del eterno femenino. Esta imagen tendrá su prolongación a lo largo del siglo XX y será retomada, por ejemplo, en las cocottes berlinesas del expresionista alemán Ernst Ludwig Kirchner. En 1911, Kirchner, como el resto componentes del grupo Die Brücke, se trasladó de Dresde a Berlín. De la capital le fascinaron especialmente los artistas de circo, las bailarinas de cabaret y las prostitutas. Los grupos marginales de la sociedad. Algunas de sus obras se ambientaron en conocidas zonas de prostitución: Friedrichstraße, Potsdamer Platz y Leipziger Straße. Lugares donde, según los cronistas de la época las “flores del asfalto se ofrecen para ser compradas”. Las cocottes de Kirchner son mujeres muy maquilladas y de labios rojos. Sus rostros, como máscaras, están influidos por el arte tribal haciendo alusión a los instintos básicos. El artista las ubica en espacios urbanos claustrofóbicos empleando perspectivas distorsionadas y con los hombres, potenciales clientes, desempeñando un papel periférico. En la metrópolis moderna de la alienación y del consumismo, el sexo es un producto en venta como otro cualquiera.


El cine alemán de la época no pasó por alto esta iconografía. En Metrópolis (1927), Fritz Lang convirtió a la María Futura en ejemplo de la femme fatale que enloquece a los hombres en un número de danza recogido en una fabulosa secuencia con un montaje que emplea el efecto Kulechov. La falsa María robótica, encarnando a la prostituta de Babilonia, aparece en la pesadilla de Freder sobre una enorme polvera Art Déco realizando un seductor baile que incita a los hombres. Así lo relata el estudio crítico que Pilar Pedraza realizó sobre la película: 


El baile del robot ha excitado a todos los hombres, a los ausentes –Freder- y a los invitados que han acudido a la fiesta de Rotwang y Fredersen. Dos planos extraordinarios, solo de ojos, subrayan el ansia devoradora de los amos de Metrópolis hacia el cuerpo de la bailarina, pero es el rostro de Freder, incorporado en su lecho el que más intensamente refleja la sed insaciable que produce la vista de la autómata, el ansia de ver más, de sumergirse en el misterio de esa belleza de otro mundo, de ese movimiento hipnótico. Luego, la bailarina vuelve a la polvera, se recuesta en la tapa junto a una bestia de muchas cabezas y adopta la iconografía que le corresponde, la de la prostituta de Babilonia.

 


También el cineasta Georg Wilhelm Pabst (1928) presenta como protagonista de La caja de Pandora a una devoradora de hombres. Lulú, encarnada por la actriz Louise Brooks, es una joven artista de vodevil, de gran poder erótico y de naturaleza desinhibida. El título hace referencia a la Pandora mitológica modelada con barro y agua a petición de Zeus. Atenea le enseñó los oficios del hogar, Afrodita le dio encanto y sensualidad y Hermes una cínica inteligencia y carácter voluble. El cóctel óptimo atribuido por los siglos de los siglos al eterno femenino. Pandora abrió la caja que le habían entregado y liberó todos los males del mundo, dejando encerrada solo a la esperanza. El mito de Pandora responsabiliza del mal, como el cristianismo, a una mujer.  Lotte H. Eisner, en su ensayo La pantalla demoníaca, señala que en la película “Lulú aparece como una especie de ídolo pagano, tentadora, llena de lentejuelas, de plumas, de adornos y de volantes” y añade que “Pabst sabe variar al infinito las escenas de seducción que la ponen en valor”. 



Deudor del cine expresionista alemán, el cine negro americano de los años cuarenta cuenta en su haber con un elevado número de vamps. Sánchez Noriega analiza este estereotipo: 


La mujer fatal es inteligente, ambiciosa, posee la capacidad para prever el futuro, hace de la belleza y del atractivo físico un arma a su favor, según le interese se puede mostrar dulce y delicada o exigente y autoritaria, su itinerario vital está constituido por la realización sucesiva de su voluntad y, allí donde se hace presente, todo (pero fundamentalmente el varón) está referido a ella, que, de ese modo, consigue condicionar el conjunto de los acontecimientos. 


Así es Rita Hayworth en Gilda (1946) de Charles Vidor. Una vamp capaz de dominar al varón mediante su atractivo sexual: a golpe de melena, a ritmo canción (“Putt he Blame on Mame”, “Amado mío”) o del striptease del guante. Es la Vampiro (1895) de Munch y la vampiro de Las flores del mal de Baudelaire:


¡Para ti el mundo entero cabe en tu alcoba,

oh mujer de impureza! Te hace cruel el hastío.

Para tan raro juego que ejercite tus dientes

necesitas morder corazones a diario.

Y a la luz de tus ojos, como tiendas radiantes,

como tejos que brillan en las fiestas solemnes,

usan con insolencia de un poder que no es suyo

ignorando la ley que posee su belleza.

¡Ciega máquina sorda, en crueldades fecunda!

Saludable instrumento, oh vampiro del mundo.


 

Bibliografía: 

  • BAUDELAIRE, C.: Las flores del mal. Colección Austral, Editorial Planeta, Barcelona, 2011.
  • BORNAY, E. Las hijas de Lilith. Ediciones Cátedra, Madrid, 2020. 
  • CARMONA MUELA, J. Iconografía clásica. Ediciones Itsmo, Madrid, 2002. 
  • EISER, L.: La pantalla demoníaca. Cátedra, Madrid, 1996. 
  • FERNÁNDEZ, B: Lágrimas de Eros. Guía didáctica de la exposición homónima del Museo Thyssen-Bornemisza. Edita Fundación Colección Thyssen-Bornemisza y Fundación Caja Madrid, 2009.
  • FERNÁNDEZ POLANCO, A.: Fin de Siglo: Simbolismo y Art Nouveau. Historia 16. Madrid, 2000.
  • LORENZ, U.: Brücke. Taschen, Köln, 2008.
  • PEDRAZA, P.: Fritz Lang. Metrópolis. Estudio crítico. Paidós Películas, Madrid, 2000. 
  • SÁNCHEZ NORIEGA, J. L.: Obras maestras del cine negro. Ediciones Mensajero, Bilbao, 1998. 
  • WOLF, N.: Simbolismo. Taschen, Köln, 2009.

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